
Eran redondas, de cartón, redondas como la pelota y como la ilusión de aquellos pibes que, viendo el sacrificio diario de los viejos, soñaban con un mundo mejor. También servían para socializarte, ya que te permitían el intercambio y la negociación (“te doy tres por esa” o “todo este pilón -como 100- por aquella difícil”) que te ayudaba a completar el álbum.
Te fogueaban en la competencia diaria: cada recreo eran infinidad de partidos en el patio del colegio jugando a “la tapadita” o al “espejito”; y el que ganaba se llevaba todas las que estaban en juego. Permanentes triunfos y derrotas, pero siempre la revancha en el recreo siguiente.
Después, el placer de pegarlas en el álbum, con plasticola si había o con engrudo (harina y agua), si la plata no alcanzaba. Por el álbum lleno, también había premio.
El tiempo y la modernidad se las llevó: hoy las figus son rectangulares, autoadhesivas, de papel, no sirven para jugar y si te faltan algunas, las comprás en el distribuidor.
Como el mundo, las figus se volvieron frías.